Me viene a la memoria a retazos,
como jirones de un pasado lejano desdibujado ya por el tiempo, una tarde lejana
de verano, posiblemente vísperas de San Juan, en la que desde la playa de la
Casería, con un carrillo de mano, se
adentraba en la plaza de la iglesia con estrepitoso escándalo, para la algarabía
del resto de los vecinos, un hombre envuelto
en sapina, que a mí, posiblemente víctima de mi propia imaginación, debo
reconocer que siempre muy vigorosa y voladiza, se me asemejaba a un gorila
escapado de algún circo, o quizás un monstruo marino. Era el Majanillo, un personaje rudo del lugar,
que vivía de pelearse a diario con la mar, de donde sustraía hermosas, frescas
y brillantes mojarras y choquitos pequeños y tiernos que vendían a la puerta
del bar, exponiéndolos sobre un improvisado mostrador de cajillos viejos, procurándose
el sustento.
Aquella imagen, de recuerdo
difuso que a todos hacía reír, a mí me aterraba, quizás porque a mi corta edad
era incapaz de discernir de manera coherente y correcta la realidad en que
vivía, y es que era un niño, tan solo un niño, y pensaba como tal.
El resto de hombres, quizás tan
rudos como el Majanillo, vestidos con camisas abotonadas de colores apagados, con
pantalones grises, que ataban, y digo bien, ataban a la cintura por cintos de
cuero negro y gastado, que a falta de hebillas y agujeros, no llegaron nunca a ser verdaderas cinturones. Entre ellos,
Manuel, quien el hambre lo llevó un cierto día a hacer un puchero de
gaviota, pájaro de carne salada y dura, difícil de comer, o el Marruengo, un hombre
siempre viejo y doblado como una alcayata, de tanto labrar la tierra de las
huertas para preñarla de plantas que criaba mimándolas como a hijas que
crecieran sanas, también frescas y lozanas, hasta arrancarlas finalmente y
venderlas, como el Majanillo hacía con el pescado, para mal vivir con las
cuatro pesetas conseguidas.
Mis coetáneo sabrán de quienes
les hablo, y recordarán también, como yo, a Petra, nombre de mujer que por aquel
entonces me resultaba despectivo por asociarlo quizás a aquella de recuerdo
desagradable, y que el tiempo, redondeada ya la aspereza de aquella mirada
inocente y posiblemente equivocada de niño, lo han transformado en uno de los
más bonitos del santoral. Ella era
vieja, y vestía siempre de gris, con un bambo, al menos así llamaba mi madre a
aquel vestido que, a modo de bata, se abotonaban por delante, de arriba abajo,
y que ella empleaba para ataviar un medio luto sempiterno, posiblemente en
memoria de algún ser querido muerto en la guerra, o quizás como respuesta a un
tiempo pasado oscuro que atormentara su alma. Vivía sola, en una casa tan vieja
y pequeña como ella, a la que accedía subiendo dos grandes escalones, en los
que a veces me sentaba para jugar a las chapas, y que a ella se les hacían una
barrera insuperable, sobre todo cuando el orujo mermaba las pocas fuerzas que
le quedaban, y es que la recuerdo, y ya digo que quizás de manera injusta y
equivocada, como una vieja loca,
desfasada y borracha, que como Penélope, perdió el tren de su vida, y quedó varada en aquella
estación perdida por siempre esperando su regreso.
Ignacio Bermejo Martínez