jueves, 27 de enero de 2011

Era tan risueña que llamaba la atención. Yo me fijé en ella nada más verla, sentada en el escalón de la casapuerta del bloque donde vivía, como una más de aquel coro de niñas que disfrutaba jugando, o hablando simplemente, cada tarde, al salir de la escuela.

No recuerdo exactamente en qué curso estaba, ni siquiera cual era su nombre, pero a ella no la olvidaré jamás, vestida con aquel uniforme de colegio de pago, con su falda a cuadros, formando tablas perfectamente planchadas, su polo blanco, ceñido a su menudo cuerpo de adolescente, sobre el que ya iban despuntando los vestigios de la mujer que sería, sus calcetines azules, estirados sobre sus piernas hasta el límite de sus rodillas, y su redonda cara, salpicada de pecas, con una expresión divertida y una sonrisa radiante, propia de un anuncio Profident.

Y no es que yo fuese un Don Juan, ni tuviera dotes de casanova, nada de eso en absoluto, por que por aquel entonces carecía de cualquier experiencia amatoria, y no digamos ya sexual, tabú con el que me sonrojaba de sólo pensarlo. Que yo recuerde, ella fue a la primera mujer que miré como tal, aunque reconozco, sin vergüenza alguna, que lo hice sin saber que lo estaba haciendo.

Yo entonces era un pazguato. Un chico como cualquier otro, en cuya cabeza, además de los quebraderos que producía las mates, la lengua o el latín, sólo había balones y botas de fútbol. Hasta entonces no se me había pasado por la cabeza la posibilidad de ser algo distinto a futbolista. Estaba convencido de que yo había nacido para eso, de que ese era mi destino, y en aquel mundo, esencialmente de chicos, las chicas eran siempre algo secundario, al menos para los juveniles de primer año, porque los mayores iban cambiando de idea en la medida en que se acercaban a los dieciocho años de edad.

Desde aquella tarde que me quedé pasmado, y casi sin querer fui repitiendo cada día mi itinerario, para pasar por delante de ella, siempre a la misma hora, y siempre mirándola desde lejos, con la vaga esperanza de que alguna vez, ella me mirase y reparara en mi de la misma forma que yo en ella.

domingo, 23 de enero de 2011

Una tarde de invierno


Aquella tarde llovía. El agua fría, casi helada, caía a raudales mojando los cristales de la ventana de mi casa, desde la que podía ver cómo el viento azuzaba las ramas de los árboles del corral, arrancándoles las hojas muertas que, abandonadas para siempre, se perdían por la tierra.

El sonido constante de las gotas de agua golpeando el cristal y la tormenta lejana, me abstraían completamente, perdiendo mi consciencia por el ambiente grisáceo del momento, como si lo único que existiera en el mundo fuera aquella ventana, y lo único que estuviera sucediendo, al margen de la lluvia, el precipitar involuntario de las marrones hojas que caían hasta el suelo, para ser arrastradas inevitablemente hasta cualquier lugar desconocido.

domingo, 16 de enero de 2011

Recuerdos de unas tardes...

Recuerdo la delicada sensación bajo las plantas de mis pies descalzos que me producía el verdín acumulado sobre el muro de la alberca. Me solía desnudar al atardecer, en esas horas en las que los demás se ausentaban para dormir la siesta, y que yo aprovechaba para adentrarme en el frescor de aquel agua tan cristalina y misteriosa.

El olor de manantial callado y quieto y el casi imperceptible rumor de cascada del agua que derramada se alejaba por la acequia, me trasportaban a otros mundos; mundos lejanos, desconocidos, cargados de aventuras inimaginables.

Aquellas tardes solía cerrar los ojos al adentrarme hasta lo hondo. Me precipitaba hacia abajo, hasta notar en mi piel desnuda el limo del fondo. Y allí me quedaba, soñando, hasta que la necesidad de respirar me impulsaba nuevamente hacia arriba, a la realidad ineludible de mi cotidiana vida.

Salía y me tumbaba sobre las piedras secas, para que el sol me calentara y me secara. Luego me vestía, y regresaba a casa sin decir nada, con el espíritu renovado, resucitado por dentro, como renacido.


Ignacio Bermejo